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Muerta la perra, muerta la rabia. ¿Que qué siento? Nada.

 

Me llamo Anabel y, por fin, soy huérfana.

Alguien se tenía que quedar conmigo y ahí estaba, delante de la puerta de mi supuesto abuelo. Llamé, pero solo se oían gritos seguidos de maldiciones y blasfemias más atroces de nuestro rico vocabulario español. Dejé ambas maletas en el suelo produciendo un vacío eco y en consecuencia, la puerta se abrió. El personaje presentaba un  aspecto excéntrico y resultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones. En ese momento me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un gabán y con un sombrero hasta los ojos.

 

      - Que si eres Anabel te estoy diciendo. ¿Estás aquí?

      - ¡Ah!... Sí, sí -Dije hosca.

      - Vamos muchacha no te quedes ahí parada, entra que hace frío.

 

Me presentó los otros personajes. Simeona, la criada, al verme se le quedó la cara tiesa, sembrada de arrugas verticales. Ramón, un viejo grande, con un aspecto miserable era mi tío. Y por último Roldán, que apareció como una silueta algo diabólica, mi primo.

 

Los olores estancados de la casa desprendían un vaho de fantasmas. Se sentía el ambiente de gentes y de muebles endiablados. Pregunté por el baño, pues la caminata de la estación a casa me había hecho sudar.

Entré en la ducha procurando no tocar aquellas paredes, de puntillas sobre la roñosa bañera de porcelana. La locura sonreía en los grifos torcidos.

 

Un ruido me paralizó. Saqué la cabeza por la cortina y vi sobre la silla, un gato despeluzado que lamía sus patas. El bicho parecía ruinoso, como todo lo que le rodeaba.

 

Los primeros días quería matarlos. Y no lo digo por decir, la idea de matar me entretiene. Sobretodo descuartizar mentalmente a Roldán. Pues su risa me desquiciaba. Un martes después de cenar agua con patata, Roldán empezó a maldecirnos a todos. Y su risa diabólica empezó. Hui. Bajé las escaleras de la casa, corriendo, perseguida por su risa. Me escapé y los escalones me volaban balo los pies. La risa de Roldán me alcanzaba, como la mano huesuda de un diablo que me cogiera la punta de la falda. Me detuve en seco. Y cambié drásticamente mi parecer: decidí ir a hablar con el demonio. Abrí la puerta y él crecido gritaba.

 

 

      -Me oyes como quien oye llover, ya lo veo… ¡infeliz! ¡Ya te golpeará la vida, ya te triturará, ya te aplastará!

 

Permanecí a su lado escuchando todas las sandeces que decía. No me moví hasta que bebido, se cayó de la silla y se adormiló en el suelo.

 

Al día siguiente, todos los de la casa chillaban. Roldán se había suicidado mientras se afeitaba. Apretó demasiado y se degolló.

 

Y por fin, en mi insípida vida, empecé a sentir algo. La muerte.

 

El olor a sangre, el rojo intenso, el sufrimiento, los gritos, las maldiciones … Todo me hacia sentir, vivir, ilusionarme; aunque solo fuera para matar, porque aún quedaban personajes vivos en esa desgreñada y sucia casa.

Si todo continuaba así, definitivamente era mi hogar.

 

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